Tenía en los ojos la mirada
de una niña.
Llevaba en el alma una
revolución de emociones. Tenía bajo la piel todavía, la sangre caliente,
revuelta.
Estaba de pie junto a la
cama, aunque aún parecía un sueño. Durante la noche había estado acompañada. Ya
era de mañana y estaba sola. Pero cargaba sobre el pecho con su transpiración.
Y sentía que el pubis no era el mismo que en el día anterior. Y la boca tan
sólo tenía otro sabor.
Tenía en los ojos la mirada
de una niña.
Sabía que la noche había sido
corta, como corto había sido encontrar el placer.
Tenía el alma cargada de
emociones, como las que habían ardido en esa cama. No podía pedir más, como
tampoco había pedido esa noche. Era increíble ver los sueños hechos realidad.
Tenía en el alma el frío de
la piedra y el calor de su cuerpo.
Sabía que allá afuera una
ciudad invitaba a vivirla. Una hermosa ciudad.
Con todo ese bagaje sobre los
veinte años, sabía que allá afuera había otro sueño por conocer. Uno pequeño.
Corrí las cortinas que cubrían
las ventanas, los cristales testigos del cuarto donde se unieron todos los
sueños, y al correrlas allí estaba.
La nieve.
Pálida, como esta piel ahora
nueva.
La nieve.
Caía
sobre la copa de los árboles y los techos de las casas. Esa era la sensación de
vivir. Y en ese momento de soledad, mis ojos intentaban verlo todo, pero ya no
con la mirada de una niña.
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