29 de marzo de 2011

ABRIL

Para empezar a escribir se necesita un personaje. Y una historia. Unas manos que la escriban sin parar y la pasión por llegar a un mensaje. O a una historia.
El personaje vive en un mundo que nace en un instante. Es el mundo de una historia en sí misma. Para poder escribir hay que viajar sin equipaje, armarlo en cada línea.
Para poder escribir me voy a donde no llego nunca. Viaje solitario del misterio de una noche. Y deseo quedarme encerrado en la cápsula de la imaginación, del sueño de vivir escribiendo una historia. No saber de nada ni nadie. No correr, ni caminar. Llenar la mente del ruido que no se escucha. De opuestos, de contradicciones.
El personaje es un borracho de alguna noche de putas. Camina a un ritmo desprolijo, desentonando con la vereda plana que se extiende debajo de sus pies. La botella vacía que lleva en la mano, hedionda de alcohol barato, es el soporte que sostiene su andar. El peligro acecha próximo a la esquina, donde deberá abandonar la pared y quedará echado a su suerte o mejor dicho, al poco equilibrio que le queda. Debe estar indigestado también. La cantina dos cuadras más atrás, dejó su olor a fritura barata impregnado hasta en su sombra. Eructa. Su cuerpo se retuerce al compás de aquella contracción del diafragma y emite un sonido sórdido, bestial, como de ultratumba. El sabor rancio del alcohol y la cena, se mezclan con el del sudor de alguna mujer que dejó su cuerpo rendido frente a este estropajo, sólo por recibir un par de billetes para completar su labor de aquella noche.
Está solo. El borracho está solo y no se atreve a sentir el dolor. Ha logrado olvidar su rostro por una noche para no conmoverse él mismo con la desgracia de alguien que no debe ser como ahora se lo ve. Ese “alguien” que madura cada idea, que desayuna su café y tostadas cada mañana, que ficha en su trabajo como el reglamento lo indica, que ha jurado lealtad a la bandera, que recibió educación y diplomas. Hoy es simplemente un borracho, para tapar los silencios de sus noches, para herir a ese corazón que late tan sano todos los días, que nadie reclama, nadie ve, pero todos conocen. Hoy, quien lo viera tirado en la vereda, temeroso de soltar la pared para cruzar la calle, no imaginaría que esos harapos más tarde entrarán al lavarropas y que su cuerpo desnudo podrá descansar sobre un mullido colchón.
Si algún día le faltara a alguno de los que hoy dicen jactarse de mi amistad, ese día sabrán entender lo que podrían haber hecho con mi sonrisa y con mis abrazos. Ese día me harán sentir más útil, mejor reconocido. Hoy todos se muestran amables conmigo, comprensibles, atentos a mis inquietudes o a mis ocurrencias. Pero todo lo descartan, todo sigue el curso que los aleja de mí, que me deja mirando solo el horizonte. Si algún día les falto hijos de puta, si algún día les falto sorpréndanse, o quizá hasta alguno se atreva a decir que suponía que esto iba a pasar. Laméntense mi desgracia, como no se la lamentan realmente con el corazón, hoy en día. Bríndense en mi ayuda como no se han brindado hasta ahora. Y jódanse, por haberme perdido para siempre.
La botella vacía es su único testigo. Las manos, en cada ir y venir por sobre su nariz, rejuntan el llanto que aflora por sus fosas nasales. Ya está cansado esta noche, pero satisfecho con haber arruinado un poco más aquella gloriosa salud que lo levanta cada día. Hasta que llegue el momento del fin, el momento en el que comience a llamarles la atención, a preocuparlos realmente.
¿Pero quién le ha dicho al borracho que ellos no se preocupan realmente?
Quizá se lo ha dicho su intención de acomodarlo todo bajo un solo punto de vista. Su persecución de la respuesta final. La necesidad del apoyo constante, de un abrazo, de la compañía. La búsqueda implorante de un destino que le haga ver que ha llegado a la meta. No se da pausa, no se relaja. No disfruta sus momentos. Y ahora, ebrio, es cuando se resigna a su pensamiento asesino de verdades. Deja que lo maneje a su antojo, que lo envuelva en mil y una vueltas, que lo enturbie. Se siente víctima de él y no pretende escaparse. Siempre ve la puerta abierta para huir, pero no la elige. Prefiere este dolor conocido del que después reniega y del que desea poder ser libre. Pero no lucha para eso.
Se compadece de sí. Se apena de su pena e intenta olvidarse del dolor que esto le causa, y así tomar alguna otra decisión más extrema. Pero no triunfa en su intento. Termina como hoy, borracho, olvidando o pretendiendo olvidar algo de lo que pasó. Se imagina libre de su presión de vivir dejando que la armonía lo rodee. Se piensa sonriente, viendo como el ritmo de los pasos se acoplan con avanzar, y no este enroscado camino de tropiezos y heridas que no maduran ni cicatrizan. Se ve atractivo, interesante, como hasta ahora nunca se vio. Se planta en su deseo de volver a vivirlo todo, todo en absoluto. Y ahí está, quieto en un presente del que no quiere ser parte pero que inevitablemente, lo obliga a vivirlo. Entonces vive. Obligado, aturdido, creyendo que todo pasará en algún momento y el dolor y el mal tino se irán. Y se irán con él y todo desaparecerá un día. Se verá a sí mismo a la distancia y al fin respirará sin agitarse en un llanto. Sentirá su cuerpo estremecerse y recién ahí, entenderá cómo debería haber sido.
Soledad. Eso es lo que hay en la esquina de aquella oscura calle, que espera ansiosa que el borracho se anime a cruzarla. Y aunque a veces parezca que hay silencio en la soledad, el borracho está aturdido. Lo aturden tanto los sonidos como la falta de ellos. Se quiere ir a alguna parte donde no tenga que estar a prueba, o por lo menos lograr no sentirse así.
El borracho sigue esperando. Que su vida cambie, que su suerte mejore, que sus amigos vuelvan; que la sal de sus lágrimas se endurezca sobre las mejillas.
Que la distancia entre acera y acera se achique, que no sea tan grande el abismo que su ebriedad tiene que cruzar. Logra dar un paso y luego otro, y otro más, y sin darse cuenta está caminando por los adoquines. Levanta un poco más el pie y sube la acera de enfrente, que lo recibe silenciosa, fría.

1 comentario:

Sebastián Zaiper Barrasa dijo...

impecable

me llevaste desde principio a fin sin pausas.

Imposible no sentirme identificado.