3 de julio de 2009

EL ABUELO


La corrida en metro desde Issy Le Moulineaux había valido la pena: el tren estaba a punto de partir. Salía a las siete y media de la mañana de la estación París St. Lazarte. A pesar que llevaba ya casi dos meses de trenes y aviones alrededor de Europa, encontrando ciudades y misterios maravillosos, este viaje iba a ser distinto. Otro entusiasmo que el puramente turístico, la estaba conduciendo esa mañana hacía el norte de Francia, allá en el puerto, a tres horas de tren desde París.
Aún no había amanecido. Encontró un sitio donde ubicarse dentro del vagón. Su camino había vuelto a meterse en una vía de tren, alguna similar a la que el abuelo Salomón había recorrido desde Polonia, unos ochenta y cuatro años atrás. El mismo transporte, un motivo diferente y el mismo destino: el puerto de Cherbourg. Intentó mirar hacia fuera pero entre la oscuridad del exterior y la luz dentro del vagón, sólo pudo ver reflejada su propia imagen en la ventanilla. Aburrida, cerró los ojos para descansar. 
Cuando volvió a abrirlos, estaba amaneciendo. Empezaba a lucirse de a poco el verde de los campos franceses. Tomó un libro del bolso que traía consigo y encaró la lectura. Necesitaba matar la ansiedad de querer llegar a destino. Se distrajo. Levantó la vista del libro y miró por la ventanilla, una vez más. 
Mara había conocido al abuelo paterno Salomón por fotos y por los relatos de su padre, que no escatimaba en detalles, a la hora de contar historias sobre él. Mara sabía que pisar tierra en el puerto de Cherbourg iba a ser un encuentro con el que había cambiado el curso de su vida, subiéndose a un barco con destino a Buenos Aires, ochenta y cuatro años atrás.


Habían transcurrido dos horas y media de viaje. La puntualidad de los trenes europeos le daba la certeza de que en media hora más, estaría en destino. Atrás había quedado la densa neblina de las primeras horas del alba, luego habían pasado unos temibles nubarrones y ya hacia el final del recorrido, la urbanización de Cherbourg había comenzado a asomarse. Divisó un cartel sobre una colina con el nombre de la ciudad. 
Intentó imaginarse con su abuelo en aquel viaje e intentó experimentar sus miedos y expectativas, su tristeza por dejar la tierra donde había nacido, mezclada con la necesidad de huir de la guerra, de las persecuciones y del hambre. Imaginó el tren precario al que Salomón se habría subido. Viajar en tren pareciera ser un viaje eterno, un viaje donde la mente descansa y se abre, tanto o más, como la amplitud que una ventanilla lo pueda permitir.
Una vez en Cherbourg y saliendo de la estación de tren, Mara encontró unos carteles que contaban la historia de los buques que en el correr de los años habían partido desde allí. Parte de su historia estaba en aquel puerto. Miró a su alrededor para ubicarse hacia dónde ir. Estaba por cerrar un círculo y su abuelo estaría feliz de que una de sus nietas haya llegado a la parte del mundo donde él comenzó un camino de esperanza y cambio. Mara caminaba hacia el sector de los transatlánticos y en cada paso imaginaba los edificios más viejos, los caminos más precarios y los barcos menos lujosos.
Cuando llegó al borde de la plataforma, el inmenso océano azul se brindó ante su vista. Había un edificio antiguo que hacía las veces de museo y que en aquellos años, había sido el sitio de embarque y desembarque de los pasajeros de los buques. Un poco más allá, había varios veleros particulares anclados. Frente a la explanada de la plataforma, había unas piedras enormes, las cuales eran bañadas por el agua del océano y sobre un costado, al igual que en los comienzos de la construcción del puerto, estaba el ingreso de los transatlánticos, que por esos días no se cargaban de almas tristes en busca de un nuevo porvenir, sino de millonarios que miraban el mundo ciertas veces con arrogancia, ignorando la historia de las piedras de Cherbourg.
Mara se detuvo a observar el sitio de anclaje de los transatlánticos. ¿El abuelo había estado ahí? ¿Ahí mismo? ¿Ochenta y cuatro años atrás? Estas preguntas en su mente habían llevado a Mara a una nueva dimensión del puerto de Cherbourg.
Se dio la vuelta y puso atención en unos pescadores que hacían lo suyo, allí en el borde de la plataforma. Y de repente, ya nada de lo que había estado haciendo en esos dos últimos meses, había valido la pena. Tan sólo haber llegado a Cherbourg se había convertido en el principio y el fin de la travesía. Miraba al horizonte que brindaba la línea donde se juntaba el océano y el cielo azul, e imaginaba los sonidos de aquellos días: qué extrañas imágenes que intentaba ver, qué mezcla de murmullos y bocinas de buques y trenes estaba intentando presenciar. Se sentó junto a las enormes piedras de la explanada y dejó que su cuerpo se moviera a la par del viento.
Y Mara lloró. Pensaba en los rostros, las esperanzas. Se veía como parte de ese maravilloso mundo europeo que estaba descubriendo a través de trenes, aviones y buques, ahora también. Mara lloraba sin consuelo. Hubiera querido sentir en ese momento el abrazo de su padre y observar juntos el puerto acerca del cual Salomón seguro, había hablado alguna vez.
Inmersa por completo en esa porción de su historia, ahora detenida en el tiempo, siguió con la vista el buque en el que viajaba el abuelo, hasta verlo salir del puerto y convertirse en un punto en el horizonte.
El círculo se estaba cerrando. Los ecos de aquella partida habían encontrado quien los escuchara y Mara se sintió satisfecha de haberlos oído. Había completado otra experiencia en este viaje, la más valiosa quizás: un abrazo con su abuelo. Abrazo que comenzó desde el momento en que subió a ese tren en París, el que la llevaría hasta  el inolvidable norte de Francia, hasta el eterno puerto testigo de su historia: el puerto de Cherbourg.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno me parece que lo estoy viviendo yo

Leo dijo...

Emocionante leerte Vani!...
Llegas a mis sentimientos muy especialmente...
Gracias por regalarme tan gratos momentos!...
Te felicito por tu linda escritura, muchos cariños...
Leo