Tengo unas ideas dando vueltas desde que emprendí este viaje. Estas
ideas se encuentran en un mismo lugar y son las montañas.
Lo insignificantes que somos es un misterio que contemplo desde mi
soledad. Algunas veces resulta que alguien más está con su soledad casi a la
par mía y entonces ahí, es cuando un buen momento sucede. Nos deberíamos ocupar
más a menudo de que sucedan esos “buenos momentos” que traen personas, historias, cambios, a nuestras vidas.
Yo creo que cuando observamos con atención, ocurre lo inesperado. He
aprendido que estar atento no es ir midiendo, ni estar en guardia. Por el
contrario, siento que pongo atención cuando la mente está en calma y me sorprendo
con la boca abierta, mirando los inmensos Andes.
O me doy cuenta que ya estoy tiritando de frío de estar estática,
sentada sobre esa roca, en la cima de la montaña.
O cuando miro la hora y compruebo que ha pasado más tiempo del
pensado, con ese extraño que acabo de conocer.
O cuando tomo registro de lo liviano que se ha puesto mi cuerpo, al
estar observando el ir y venir del agua, en un lago o el mar.
He aprendido que en momentos así, fue cuando estuve atenta y lo
imprevisto sucedió. Y fue un buen momento.
Hace unos años las montañas vienen contándome algo. Y mientras recreo
la vista observándolas, el Sol cambia de lugar, las nubes se forman en el
cielo, mi cabello va y viene de un lado a otro, movido por el viento. Y
entonces creo que lo que cuentan las montañas es el tiempo. Quizá esto sea más
que obvio, pero hoy realmente lo entiendo. Y hasta puedo sentir como el pasado
queda atrás. Esta acción de soltar lo que ya no es presente, que tanto me
cuesta.
Mirando ahora este lago y el viento que empuja su agua hacia la
orilla, es autentica la sensación de presente. No es más que esto ahora mismo,
y está bien.
Y las montañas me hablan del tiempo.
Escucho.
Atenta.
Aprendí que el camino soy yo, que él espera por mí. Hoy aprendo que yo
soy mi propio tiempo. Y siento este pensamiento tan autentico como este
presente maravillosamente azul, como el agua de este lago, y calmo, como las
montañas que están detrás. Gentil, como el viento que da sobre mi cara, y
eterno, como el vuelo de un ave que está más allá.
Y cuando me estaba yendo pedí un deseo: que sea posible, pensé. Y de
inmediato obtuve una respuesta, como el eco que rebota en las paredes
imponentes del Cañón de Talampaya. Ese eco tan sólo me dijo: está en tus manos. Haz que suceda.
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