La corrida en metro desde Issy Le Moulineaux había valido la pena: el tren estaba a punto de partir. Salía a las siete y media de la mañana de la estación París St. Lazarte. A pesar que llevaba ya casi dos meses de trenes y aviones alrededor de Europa, encontrando ciudades y misterios maravillosos, este viaje iba a ser distinto. Otro entusiasmo que el puramente turístico, la estaba conduciendo esa mañana hacía el norte de Francia, allá en el puerto, a tres horas de tren desde París.
Aún no había
amanecido. Encontró un sitio donde ubicarse dentro del vagón. Su camino había vuelto
a meterse en una vía de tren, alguna similar a la que el abuelo Salomón había
recorrido desde Polonia, unos ochenta y cuatro años atrás. El mismo transporte,
un motivo diferente y el mismo destino: el puerto de Cherbourg. Intentó mirar
hacia fuera pero entre la oscuridad del exterior y la luz dentro del vagón,
sólo pudo ver reflejada su propia imagen en la ventanilla. Aburrida, cerró los
ojos para descansar.
Cuando volvió a abrirlos, estaba amaneciendo. Empezaba a lucirse de a poco el verde de los campos franceses. Tomó un libro del bolso que traía consigo y encaró la lectura. Necesitaba matar la ansiedad de querer llegar a destino. Se distrajo. Levantó la vista del libro y miró por la ventanilla, una vez más.
Mara había conocido al abuelo paterno Salomón por fotos y por los relatos de su padre, que no escatimaba en detalles, a la hora de contar historias sobre él. Mara sabía que pisar tierra en el puerto de Cherbourg iba a ser un encuentro con el que había cambiado el curso de su vida, subiéndose a un barco con destino a Buenos Aires, ochenta y cuatro años atrás.
Cuando volvió a abrirlos, estaba amaneciendo. Empezaba a lucirse de a poco el verde de los campos franceses. Tomó un libro del bolso que traía consigo y encaró la lectura. Necesitaba matar la ansiedad de querer llegar a destino. Se distrajo. Levantó la vista del libro y miró por la ventanilla, una vez más.
Mara había conocido al abuelo paterno Salomón por fotos y por los relatos de su padre, que no escatimaba en detalles, a la hora de contar historias sobre él. Mara sabía que pisar tierra en el puerto de Cherbourg iba a ser un encuentro con el que había cambiado el curso de su vida, subiéndose a un barco con destino a Buenos Aires, ochenta y cuatro años atrás.
Habían
transcurrido dos horas y media de viaje. La puntualidad de los trenes europeos
le daba la certeza de que en media hora más, estaría en destino. Atrás había
quedado la densa neblina de las primeras horas del alba, luego habían pasado
unos temibles nubarrones y ya hacia el final del recorrido, la urbanización de
Cherbourg había comenzado a asomarse. Divisó un cartel sobre una colina con el
nombre de la ciudad.
Intentó
imaginarse con su abuelo en aquel viaje e intentó experimentar sus miedos y
expectativas, su tristeza por dejar la tierra donde había nacido, mezclada con
la necesidad de huir de la guerra, de las persecuciones y del hambre. Imaginó
el tren precario al que Salomón se habría subido. Viajar en tren pareciera ser
un viaje eterno, un viaje donde la mente descansa y se abre, tanto o más, como
la amplitud que una ventanilla lo pueda permitir.
Una vez
en Cherbourg y saliendo de la estación de tren, Mara encontró unos carteles que
contaban la historia de los buques que en el correr de los años habían partido
desde allí. Parte de su historia estaba en aquel puerto. Miró a su alrededor
para ubicarse hacia dónde ir. Estaba por cerrar un círculo y su abuelo estaría
feliz de que una de sus nietas haya llegado a la parte del mundo donde él
comenzó un camino de esperanza y cambio. Mara caminaba hacia el sector de los
transatlánticos y en cada paso imaginaba los edificios más viejos, los caminos
más precarios y los barcos menos lujosos.
Cuando
llegó al borde de la plataforma, el inmenso océano azul se brindó ante su
vista. Había un edificio antiguo que hacía las veces de museo y que en aquellos
años, había sido el sitio de embarque y desembarque de los pasajeros de los
buques. Un poco más allá, había varios veleros particulares anclados. Frente a
la explanada de la plataforma, había unas piedras enormes, las cuales eran
bañadas por el agua del océano y sobre un costado, al igual que en los
comienzos de la construcción del puerto, estaba el ingreso de los
transatlánticos, que por esos días no se cargaban de almas tristes en busca de
un nuevo porvenir, sino de millonarios que miraban el mundo ciertas veces con
arrogancia, ignorando la historia de las piedras de Cherbourg.
Mara se
detuvo a observar el sitio de anclaje de los transatlánticos. ¿El abuelo había
estado ahí? ¿Ahí mismo? ¿Ochenta y cuatro años atrás? Estas preguntas en su
mente habían llevado a Mara a una nueva dimensión del puerto de Cherbourg.
Se dio
la vuelta y puso atención en unos pescadores que hacían lo suyo, allí en el
borde de la plataforma. Y de repente, ya nada de lo que había estado haciendo
en esos dos últimos meses, había valido la pena. Tan sólo haber llegado a
Cherbourg se había convertido en el principio y el fin de la travesía. Miraba
al horizonte que brindaba la línea donde se juntaba el océano y el cielo azul,
e imaginaba los sonidos de aquellos días: qué extrañas imágenes que intentaba
ver, qué mezcla de murmullos y bocinas de buques y trenes estaba intentando
presenciar. Se sentó junto a las enormes piedras de la explanada y dejó que su
cuerpo se moviera a la par del viento.
Y Mara
lloró. Pensaba en los rostros, las esperanzas. Se veía como parte de ese
maravilloso mundo europeo que estaba descubriendo a través de trenes, aviones y
buques, ahora también. Mara lloraba sin consuelo. Hubiera querido sentir en ese
momento el abrazo de su padre y observar juntos el puerto acerca del cual Salomón
seguro, había hablado alguna vez.
Inmersa
por completo en esa porción de su historia, ahora detenida en el tiempo, siguió
con la vista el buque en el que viajaba el abuelo, hasta verlo salir del puerto
y convertirse en un punto en el horizonte.
El círculo
se estaba cerrando. Los ecos de aquella partida habían encontrado quien los
escuchara y Mara se sintió satisfecha de haberlos oído. Había completado otra
experiencia en este viaje, la más valiosa quizás: un abrazo con su abuelo.
Abrazo que comenzó desde el momento en que subió a ese tren en París, el que la
llevaría hasta el inolvidable norte de
Francia, hasta el eterno puerto testigo de su historia: el puerto de Cherbourg.
2 comentarios:
Muy bueno me parece que lo estoy viviendo yo
Emocionante leerte Vani!...
Llegas a mis sentimientos muy especialmente...
Gracias por regalarme tan gratos momentos!...
Te felicito por tu linda escritura, muchos cariños...
Leo
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